Olympia (Adelanto en exclusiva)
octubre 31, 2017¡Hola preciosuras unicornianas!
¡FELIZ HALLOWEEN!
Y como no podía ser de otra forma, os hago un regalo, nada más y nada menos que el primer capítulo de Olympia. Esa novela que está en mi cajón, sin fecha de publicación con la que espero ponerme pronto.
La precuela de la trilogía El grimorio de los dioses donde conoceréis a fondo a Olympia y su maldad.
Y sin más dilación, os dejo con el capítulo.
Capítulo 1
Año 1200 A .C,
aproximadamente.
La oscuridad se cernía sobre mí de la misma forma que las
fuertes olas hacen naufragar a los navíos.
No recordaba nada. Mis ojos no se abrían y era incapaz de
pensar en lo qué pasaba a mí alrededor. La garganta ardía con fuerza,
llenándome de angustia, de dolor…Un dolor insoportable que ansiaba que parara
cuanto antes porque iba a enloquecer.
¿Qué estaba pasando?
¿Quién era yo y qué me ocurría?
Solo conocía mi nombre; Olympia.
Tras muchas horas de agonía entre las que me debatía entre la
vida y la muerte, mi corazón recuperó su ritmo normal dentro de mi pecho y
notaba como, poco a poco, mis extremidades comenzaban a volver en sí.
La confusión me atormentaba. Oía voces a mi alrededor que
decían que al despertar las luces me molestarían.
¿Quiénes eran? Podía olerlos.
Sus aromas entraban en mis fosas nasales como si fueran lo
único que de verdad me importara. Uno de ellos olía delicioso y el hambre se
hizo presa de mí ser.
¿Cómo podía atraerme una persona?
No era capaz de entenderlo.
Una mano me agarró del brazo y lo acarició durante los
minutos que tardé en conseguir abrir los ojos. Mi vista, poco a poco, comenzaba
a enfocar.
No tenía ni idea de dónde estaba. Muros de piedra me rodeaban
bajo un techo sostenido por imponentes columnas de estilo Griego y la luz de
las antorchas me hizo entrecerrar un poco los ojos. Dolía, aun así, tenía la
sensación de tener una visión perfecta. La nitidez de todo lo que se me
presentaba era abrumadora. Podía ver la belleza hasta en una mota de polvo y
arenilla que volaba libremente por el extraño lugar.
De nuevo aquel hombre acarició mi muñeca. Desvié la mirada
y me encontré con sus ojos verdes que sonreían de una forma que se me antojó
misteriosa. Era bastante alto y su mirada me inspiró confianza. Reconocía que
él no era quien hacía que mi garganta ardiera de forma frenética. Su olor no
era tan atrayente, no era lo que necesitaba en ese instante a pesar de resultar
de lo más tentador.
—Bienvenida a tu nueva vida, Olympia.
—¿Quién eres? ¿Qué es todo esto? —pregunté temerosa y
confusa.
Mi mente no encontraba respuestas para nada de lo que
ocurría. Mi voz sonaba temblorosa. No la reconocía.
—Mi nombre es Arestos y voy a enseñarte tu nueva vida.
Arestos me ayudó a levantar del incómodo catre en el que
desperté. Observé mis ropas ensangrentadas y con mis manos palpé en busca de
heridas.
No tenía nada.
¿De quién era toda aquella sangre? ¿Por qué el olor se me
antojaba de lo más apetecible? ¿En qué me había convertido?
—No te asustes, querida. Conmigo siempre estarás a salvo.
Un torrente de preguntas se agolpaba en mi cabeza.
Tenía ganas de llorar, gritar, lanzar golpes a destajo, pero
me quedé quieta, inmóvil, de pie frente a aquel hombre que me brindaba su
confianza. Me hizo creer que me protegería de todo cuanto pasara a mi
alrededor, y yo, tonta de mí, le creí al sentirme tan sola y desvalida.
—¿Qué es todo esto? ¿Quién soy? ¿Por qué me arde la garganta?
—pregunté con inocencia. Mi voz sonaba débil, rasgada…
Mi cuerpo comenzó a temblar presa de la ansiedad. Mi estómago
se encogía y vibraba produciendo un terrible dolor en todo mi cuerpo. Un grito
ahogado luchó por salir de mi garganta y me agarré la cabeza con fuerza.
Dolía como si miles de dagas se clavaran en mi cerebro. Había
imágenes que intentaban penetrar en mi cabeza, distorsionadas y sin ningún
sentido para mí. Las manos me sudaban y mis piernas eran como gelatina.
No era dueña de mí misma.
Arestos esperó varios minutos a que me tranquilizara, la
transición estaba siendo muy dura, lenta y tortuosa para mi organismo.
Seguíamos en la misma posición. Sus manos acariciaban mi
espalda para transmitirme calma. Una calma que era incapaz de alcanzar.
—Ahora eres un vampiro —explicó tiñendo su voz con un rastro
de dulzura.
La palabra era desconocida para mí, no encontraba el
significado en mi vacío cerebro.
—Debes alimentarte para vivir. Tu instinto te dirá lo que
debes hacer.
No entendía nada. Su mirada se cruzó con brevedad con la del
hombre que yacía solitario en una esquina de la amplia habitación.
Algo en él llamó mi atención. Oí el latido de su corazón como
si estuviera sobre mi mano. Era frenético, atrayente… podía incluso oír la
sangre al bombear y olerla. La olía como si fuera un manjar. Era… apetecible.
Me separé unos metros de Arestos y acorté las distancias con
el hombre. Miraba nervioso a su alrededor, buscaba una ayuda por parte de mi
salvador que no le iba a dar.
Una extraña sensación en mi boca me hizo pasar la lengua por
mis dientes. Los colmillos sobresalían de mis labios como dos armas punzantes
con el poder de asesinar.
Mi visión se tornó roja.
A pesar de no saber qué debía hacer con exactitud, el
instinto que afloraba de lo más profundo de mi interior me llevó a cometer mi
primer asesinato.
El humano intentó huir en cuanto lo apresé contra el muro de
piedra. Sollozaba en busca de ayuda y fui incapaz de mostrar un atisbo de
compasión. Todo mi cuerpo demandaba su sangre. La vena de su cuello palpitaba
delante de mis ojos.
Como si conociera el proceso, le eché el cuello hacía atrás y
acerqué mi rostro a la zona para agarrarlo con fuerza, inmovilizándolo para que
dejara de patalear como un cobarde.
Tenía hambre.
Hinqué los dientes en su yugular y absorbí con avidez el
exquisito manjar que me proporcionaba su vida. Poco a poco, el humano dejó de
forcejear. El agarre que antes había intentado llevar a cabo en mis brazos se
deshizo y sus extremidades cayeron inertes a un lado de su cuerpo.
Estaba muerto.
Yo lo había matado.
La sed aún ensombrecía mis sentidos. Si en ese instante
hubiera habido otro humano, sabía que también habría muerto. Sin embargo, no lo
había y solo me quedaba volver en mí misma al observar a Arestos, plantado
frente a mí con una sonrisa satisfecha en su rostro por lo que acababa de
hacer.
—¿Qué he hecho? —pregunté entre sollozos. Mi siguiente
impulso fue echarme a llorar.
Entre la confusión por no saber quién era y el remordimiento
por haber asesinado a sangre fría a una persona, la desolación me embargó por
completo.
Me alejé de Arestos. Corrí por aquel desconocido lugar. Tenía
la sensación de que las paredes se derrumbarían impidiéndome continuar. Nada me
resultaba familiar, pero tampoco era capaz de distinguir los detalles. Mi
velocidad era tal, que todo parecía un espejismo a mi alrededor.
Encontré lo que parecía una salida y frené al ver el
exterior.
Era una noche oscura, casi tétrica. No había estrellas en el
firmamento y solo me rodeaban escombros. El lugar del que acababa de huir
estaba prácticamente derruido. Tenía pinta de palacio, pero sus muros, antaño
firmes y esplendorosos, tenían resquicios de carbón y hollín por las llamas.
No sabía dónde estaba.
Sabía qué era el cielo, las estrellas, los humanos… Mi
memoria recordaba cosas insustanciales, pero no había ningún rostro.
Había vuelto a nacer y era un vampiro.
Una asesina.
Hinqué las rodillas en la fina arenilla que cubría todo el
terreno y me eché a llorar de forma desconsolada. Las lágrimas caían furiosas
hasta el suelo y los sollozos desgarraban mi garganta. Tenía las manos
ensangrentadas y resecas. Toda yo estaba en ese estado.
¿Qué me había pasado? Me preguntaba una y otra vez.
Arestos se reunió a mi lado y ayudó a levantarme del suelo. Alzó
mi rostro con su mano en una caricia y me hizo mirarlo.
—Eres débil, Olympia. Si quieres sobrevivir en este mundo,
debes fortalecerte —murmuró con seriedad. Había perdido un poco la amabilidad
con la que al principio me había recibido—. Ahora eres un vampiro, un ser
inmortal con una eterna vida por delante.
Continué atenta a lo que me decía sin dejar a un lado las
lágrimas.
—¿Inmortal? ¿Cómo los dioses? —pregunté. ¿Qué sabía yo de
dioses?
Me dio la sensación de que la rabia lo invadía cuando
pronuncié la palabra dioses. Una mueca extraña se formó en su rostro y lo puso tenso.
—Los dioses nos temen, querida. Nosotros somos seres de la
noche. Nuestro único Dios es nuestro creador, Agramón.
—Pero… yo…
—Tú nada. Olvídate de los dioses, ellos no te escuchan. Nos
repudian. Debes construir una nueva vida. Yo te he salvado de morir, y ahora,
te voy a enseñar tu nueva forma de ser. Serás mi guerrera, la mejor, mi
compañera eterna.
La sinceridad y energía de sus palabras me convencieron para
seguirle a pesar de las dudas que habitaban en mi corazón.
En esa primera noche de mi nueva vida aprendí lo necesario
para paliar mi ansiedad; no podía salir a la luz del sol, jamás envejecería y
mantendría mi joven apariencia de chica de diecinueve años para toda la
eternidad, y para sobrevivir, mataría a humanos.
No me gustaba esa parte. Arrebatar vidas se me antojaba
horroroso, me daba ganas de llorar como una idiota.
Arestos era serio, frío y calculador, pero tuvo paciencia a
pesar de mis continuas pataletas infantiles.
Las primeras semanas me enseñó cómo matar. Prefiero no pensar
en todas las vidas que arrebaté en mis primeros días, pero así fue.
Lloré mucho, no solo por sentirme culpable, desde que renací
como vampiro miles de sentimientos me ahogaban con fuerza. Sobre todo la
sensación de que me faltaba algo, como si una parte de mí se hubiera quedado
olvidada cuando morí siendo humana. Una sensación que me perseguiría durante
los próximos tres mil doscientos años.
Arestos intentaba ser paciente conmigo, pero a veces, mostraba
un carácter irascible que me aterraba. Era muy fuerte y la emprendía a golpes
con las cosas por no pagarla conmigo cuando me escuchaba llorar.
Me sentía ridícula.
Cuando salíamos de caza él mataba y no mostraba ningún
remordimiento. Era lo que yo debía hacer. Pero la culpabilidad de arrebatar una
vida inocente me carcomía las entrañas.
No fue hasta dos meses después de mi transformación que
comencé a acostumbrarme a mi nueva vida.
Una vida que hizo que miles de personas me creyeran un
auténtico demonio.
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